Hace unos días alguien me hizo un chiste sin tener idea del impacto que el mismo causaría. Se trataba del hombre que al preguntarle a la esposa si le sería infiel con uno que le ofreciera un millón de dólares para esos fines ella responde que de eso no hay duda pero luego al preguntarle si le sería infiel con el mismo hombre por mil pesos ella dice: “Claro que no, ¿qué crees que soy?”, a lo que el esposo responde: “Lo que eres ya ha quedado claro, lo que está en discusión es el precio”.
En principio me resultó divertido y me sumé al coro de risas que reaccionaron al cuento. Sin embargo, cuando unos minutos más tarde recordé el tema, me provocó preocupación y hasta cierta tristeza llegar inevitablemente a la conclusión de que ello no era una situación inusual utilizada para hacer comedia sino, más bien, el reflejo de una sociedad en la que cada vez más personas están dispuestas a poner precio a cosas que por definición y naturaleza deberían ser entendidas como invaluables.
En el ámbito laboral hay demasiados ejemplos de compra y venta de conciencias y posiciones. Profesionales liberales que defienden intereses extranjeros y que luego se comprometen con antagónicos intereses nacionales por un cargo de Director de alguna asociación de renombre; abogados que gestan legislaciones que apasionadamente defienden y enarbolan como la panacea del Derecho dominicano hasta el día en que las mismas afectan las intenciones de un adinerado cliente; organizaciones de una mal llamada sociedad civil que convierten en el centro de su accionar labores orientadas a la defensa de un statu quo determinado hasta el momento en que el mismo atenta contra las necesidades del grupo bancario que las financia, entre otros.
En las relaciones personales es también palpable. Compañeros de trabajo que son amigos de toda la vida, capaces de la traición y el descrédito para ganar la competencia de un ascenso; mujeres dispuestas a asumir el rol de segunda a cambio de un carro o un apartamento de primera; hombres que dejan a la madre de sus hijos por la hija de algún poderoso que le garantice su prosperidad financiera con el menor esfuerzo, etc.
En el mundo de los partidos políticos es todavía más evidente porque se toman aún menos precauciones para guardar las formas. Jóvenes que prometen encarnar las transformaciones de ideas y de acciones que la modernidad requiere pero que se acomodan a un mas de lo mismo a cambio de cargos o prebendas; artistas que dicen ser apartidistas pero que declaran su compromiso con un candidato por recibir ciertas ayudas o favores; tránsfugas que entregan el alma militando una vida completa en un partido pero luego la venden fácilmente a la oposición por una jugosa contrapartida; dueños de medios que reconocen el esfuerzo de sus empleados pero los sacrifican sin reparo ante la solicitud de un alto funcionario por diferencias políticas, entre muchas otras cosas.
Lo peor del panorama descrito no es que la moral personal, la dignidad, la palabra, la honradez, los principios, los ideales y la seriedad de mucha gente se pueda comprar, sino, la indiferencia y hasta cierta complicidad de una sociedad que lo acepta sin cuestionamientos y que en ocasiones lo fomenta y lo aplaude.
En este mercado de inmoralidades no sólo hay vendedores y compradores, sino además, espectadores deseosos de ser parte del proceso, y hasta que no existan grupos de personas dispuestas a establecer sanciones morales a dichas prácticas, seguiremos viendo florecer sus ventas.
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