Tuesday, June 5, 2007

LA NOVIA DE O.

Decidí convertirme en la novia de Ottawa. Era el lugar más sorprendente que había visto, con calles que parecían ser parte de un comercial turístico y ambientes que daban la sensación de estar en un estudio de televisión de proporciones desconocidas. Demasiado tranquilo para ser la capital de Canadá, pero más urbano de lo que podría esperarse de un municipio de Ontario.

Por encontrarse al sur del río Ottawa, la ciudad por la cual éste lleva su nombre albergaba pescadores especializados en el apareamiento de los salmones y en estrategias para evitar que éstos prefieran nadar hacia la parte norte del río, donde está la provincia de Québec, pues allí tendrían que lidiar con pescadores “afrancesados” que no entendían por qué eran casi todos bilingües los “sureños de la parte inglesa” si han preferido un estilo de vida con costumbres tan diferentes.

No obstante cierto celo cultural, convergían en Ottawa dos idiomas y más de tres religiones sin que ello haya sido causa alguna de dificultades o conflictos. Y es que no había persona insatisfecha con su calidad de vida, su poder adquisitivo o incluso su trabajo que, igual fuera gubernamental como la mitad de los empleos allí o en áreas de alta tecnología en el sector privado como la otra mitad, realizaban una labor eficiente y remunerada justamente como tal.

Casi todos los lugareños iniciaban cada día de trabajo con imágenes de edificaciones que incluso a la lógica le cuesta concluir que puedan tener imperfecciones, o bordeaban para llegar a su destino un impresionante Parliament Hill que evidencia que pueden existir oficinas públicas que parezcan verdaderas obras de arte.

Si todo esto no era suficiente para satisfacer la búsqueda del placer y la belleza, sólo había que esperar la llegada del mes de Mayo, cuando la familia real de los Países Bajos regala a la ciudad de Ottawa cientos de miles de Tulipanes para adornarla, o incluso esperar los preparativos para la realización de alguno de los más de doce festivales de importancia mundial que allí se llevan a cabo.

Abrumada por la emoción y luego de tres días asegurándome de que todo esto era real, justo allí donde confluyen los ríos Ottawa, Rideau y Gatineau, decidí vociferar “!Estoy enamorada de Ottawa!”, recibiendo la insólita respuesta en una voz masculina con acento cubano: “!Pero es muy difícil que en Ottawa se enamoren de ti!”.

Decenas de interrogantes pasaron rápido por mi mente. ¿Quién es esta persona? ¿Será turista o vive aquí? ¿Qué tiempo habrá pasado en esta espectacular ciudad? Y numerosas otras que quizás hubiese formulado si mi sorpresa y algo de temor ante lo incierto no lo hubiesen evitado. Sólo pude preguntar “¿Por qué?”. La respuesta de un hombre elocuente y empapado de una picardía que le impedían ocultar sus raíces latinas no se hizo esperar, y me dijo: “Aquí los hombres no abordan a las mujeres. No se les acercan. Les cuesta mucho enamorarse porque evitan a toda costa tomar cualquier iniciativa con una mujer o algo que lo parezca”.

Obviamente, más extrañada no pude estar de escuchar sobre la existencia de tan desafortunada situación en un lugar excepcional en el que por cada cien mujeres hay noventa y seis hombres, y donde todo parecía marchar en gran armonía. No lo pude entender hasta que el joven inmigrante me explicó la historia de aquel popular y sonoro caso que resultó en una importante condena luego de que una mujer en sus veinte demandara por acoso sexual a un caballero en sus treinta que intentaba en un club nocturno lograr su atención con galanteos de esos que, en mi opinión, son casi cotidianos en los hombres. Claro, en un lugar donde la portada del periódico de mayor circulación era la riña en que había desembocado una discusión entre dos universitarios, una demanda de esa naturaleza sería motivo de ciertas precauciones, comentarios y hasta el surgimiento de nuevas costumbres por mucho tiempo.

Reaccioné con alegría y satisfacción por haberme convertido en la novia de una ciudad donde la criminalidad era casi inexistente y la seguridad algo tan común que nunca daría lugar a estrategias o planes para garantizarla porque se daba por sentado.

Pero, a pesar de reconocer las inigualables y anheladas virtudes de Ottawa, luego de veinticuatro años acostumbrada a un lugar donde los hombres abren puertas, agitan el dedo para invitar a una mujer a bailar, solicitan números para comunicarse con aquellas que son de su interés y hasta en ocasiones emiten sonidos como el de un balón de fútbol perdiendo rápidamente el aire cuando entienden que una mujer es atractiva, me vi en la obligación de utilizar la típica excusa de “el problema no eres tú, soy yo”, y con algo de nostalgia, conservando el deseo de lo que pudo haber sido, decirle a Ottawa “Eres demasiado para mí. Creo que te mereces algo mejor y, lamentablemente, ¡estos amores tienen que terminar!”.

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