Lo que da origen al nacimiento de un sistema de patentes es, fundamentalmente, una finalidad de índole puramente económica. De hecho, según María José Segura, “no es posible captar la esencia del Derecho sobre propiedad industrial si éste no se encuadra, en definitiva, en el campo de la competencia económica”.
Para la gran mayoría de los juristas, con el otorgamiento del monopolio que concede la patente de invención se busca premiar el esfuerzo y la investigación realizada por el inventor y, por ende, estimularlo a proseguir innovando en beneficio de la sociedad. Esto lo entiende así Daniel Zuccherino, para quien “la patente tiene por fin proteger los descubrimientos o invenciones nuevas con el objeto de fomentar la actividad creativa aplicable a los procesos industriales”. Es decir, se trata de un incentivo para que el inventor sienta deseos de seguir investigando y pueda generar nuevas creaciones que resuelvan problemas.
No obstante, aunque es muy lógico entender que uno de los fines de las patentes de invención es constituir este estímulo, no debe considerarse que sea el único ni el más importante. Según Santiago González Luna, “las patentes tienen por finalidad crear el estímulo económico necesario para revelar al mundo las novedades creadas por el inventor y para invertir en investigación y desarrollo de nuevos productos”. De esto se desprende que, como dichas novedades han de ser “reveladas al mundo”, también deben cumplir el fin social de representar bienestar a la colectividad y no sólo para un pequeño grupo, pues de lo contrario, se desnaturalizaría el principio democrático de legislar para el conjunto y no para una fracción de la sociedad, incluso cuando dicha fracción pueda representar a la mayoría.
Se entiende que la concesión de patentes de invención busca evitar que una o varias personas no reciban los beneficios de su conducta o paguen costos por decisiones ajenas a las suyas. Esto es a lo que los economistas llaman “externalidad”. Según el economista Gregory Mankiw, una externalidad “es la influencia de las acciones de una persona en el bienestar de la otra. La contaminación es el ejemplo clásico. Si una fábrica de productos químicos no soporta todo el coste del humo que emite, probablemente emitirá demasiado. En este caso, el gobierno puede mejorar el bienestar económico legislando sobre el medio ambiente”. Es decir, una externalidad implica que terceros distintos al ejecutante se beneficien o perjudiquen de una acción. Se trata de lo que Roger Arnold define como “efectos secundarios porque los costos o beneficios son externos a quien o quienes los causaron”. Además, implica que quien ejecute la acción haya pasado por inadvertido esos efectos secundarios que puede causar.
En el caso que interesa a este trabajo, la patente pretende que el inventor que ha decidido serlo no sea privado de beneficios exclusivos por su trabajo, excluyendo a terceros de dicha posibilidad.
No obstante, una externalidad en economía no siempre es entendida como un mal fenómeno. De hecho, existen numerosas externalidades positivas por los importantes beneficios que pueden causar a terceros. Por ejemplo, encontramos un caso citado precisamente por un informa que el Consejo Económico de Asesores del Presidente de los Estados Unidos señaló en el año 1992 cuando expuso que “una externalidad podría beneficiar en lugar de perjudicar a terceros. La información es el ejemplo más importante. Organizaciones privadas podrían obtener información sobre las características de ciertos productos". En el caso de las patentes de invención, información es una de sus más importantes componentes, y, en algunos casos, la protección de cierta información puede causar terribles beneficios a terceros por restringirles el acceso a determinados bienes esenciales que son consecuencia de dicha información como, por ejemplo, los productos farmacéuticos, que constituyen la mayoría de las invenciones patentadas en el mundo.
De no existir las patentes, los inventos podrían ser copiados por cualquier interesado con cierta destreza una vez los mismos sean divulgados, privando al inventor de utilidades y privilegios por encima de los demás y obligándole a entrar al libre juego de la competencia sin ventajas adicionales al hecho de haber sido el creador originario. Por ello, las patentes se basan en objetivos económicos: la fuerte y muy arraigada creencia de que sin éstas no habría (o habría menos) investigacion y desarrollo en el mundo y, por tanto, menos productos nuevos en beneficio de la colectividad, siendo para la opinión pública los más relevantes de estos productos los medicamentos innovadores, ya que están vinculados con uno de los más importantes derechos fundamentales: el derecho a la salud. Sin embargo, resulta curioso notar por la prensa que la mayor parte de las investigaciones realizadas por empresas farmacéuticas en países industrializados son financiadas por el Gobierno o, en muchos casos, la investigación es comprada a muy bajo costo a universidades privadas cuyos estudiantes en ocasiones producen ideas innovadoras como consecuencia de su investigación, lo que inmediatamente pone en tela de juicio el argumento de justificar las inversiones de las empresas que tanto se utiliza para sostener el régimen de patentes tal como ha sido concebido.
Hay autores en República Dominicana que afirman que las patentes, más que un premio, constituyen un importante y muy beneficiosos privilegio, al decir que “la actividad inventiva fue premiada con un derecho exclusivo limitado de explotación pecuniaria, a favor de los inventores”.
A pesar de lo anterior, aunque estas ideas son casi dogmas en el pensamiento de los ciudadanos comunes de occidente, muchos expertos y estudiosos de la materia difieren. Es el caso, por ejemplo, del economista Von Hayek, quien estableció que “en el campo de las patentes en particular debemos seriamente examinar si el otorgamiento de un privilegio monopólico es realmente la forma más apropiada y efectiva para recompensar la clase de riesgo que la investigación científica involucra”.
El régimen de patentes no tiene prácticamente efecto alguno sobre la investigación y creación técnica de un gran número de países subdesarrollados. En países como el nuestro, el sistema de patentes es un mero mecanismo para la concesión de ciertos monopolios legales a favor de inventores extranjeros. Ante esto, se ha intentado justificar la existencia del sistema sobre la base de ser el medio más idóneo para la transferencia de tecnología.
No obstante, resulta extraño que el mecanismo adecuado para transferir la tecnología extranjera a otro país sea prohibir a todos sus habitantes el utilizarla. Sobre el tema de la transferencia de tecnología y las maneras más adecuadas de realizarla se elaborará en el último capítulo.
Toda ley de carácter sustantivo que tienda al ordenamiento de relaciones jurídicas complejas debe tutelar, principalmente, el bien común o interés público, entendido como los beneficios que obtendrá la sociedad en la cual dichas leyes surtirán efectos. Es por esto que algunas doctrinas cuestionan la existencia de un sistema normativo de patentes de invención.
Por ello, tantas personas dudan que la investigación y el desarrollo no se produjeran si no fuese por el derecho de patentes. De ahí que Merrill Goozner señala que “para la mayoría de las industrias, la investigación y el desarrollo son actividades absolutamente necesarias para mantenerse a la vanguardia de la competencia, de la misma manera que deben reducir los costos de producción para mantener los márgenes de utilidades. Si no trabajan en innovación, corren el riesgo de tornarse obsoletas y desaparecer”.
Además, muchas investigaciones, especialmente en la principal potencia investigadora que constituye los Estados Unidos, son financiadas por el gobierno y por universidades, particularmente las facultades de medicinas, por lo que muchos investigadores, de acuerdo a Goozner, deciden “ensayar a enriquecerse utilizando las patentes obtenidas gracias a sus inventos financiados”.
Si partimos de que “toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten”, se justificaría el ataque a un sistema en el que las invenciones protegidas no benefician a la mayoría de la población por los altos precios que resultan como consecuencia principal del monopolio.
Ser titular de patentes de invención implica una ventaja importante en relación con el resto de la sociedad que no se encuentre en esa posición. Implica una relación de dominio, en este caso económico, que Enrique Sánchez Bringas define como una forma de poder en que “el sujeto activo hace valer su mayor fuerza económica para dominar a otras personas”.
Lo anterior no significa, empero, que las patentes no sean necesarias. Pero, en ciertas áreas vinculadas principalmente con la industria farmacéutica, la genética o la industria electrónica, tienden a paralizar la invención en lugar de fomentarla.
Por ello, en momentos en que a nivel internacional se está dedicando mucho tiempo y esfuerzo para reflexionar seriamente sobre el régimen jurídico de las patentes dependiendo de las distintas perspectivas vinculadas con el nivel de desarrollo de los países, no debe limitarse un estudio sobre el tema a repetir la posición cómoda y simplista de que “las patentes son buenas y deben ser defendidas por que estimulan la investigación”.
La libre competencia casi siempre tiene dos grandes resultados: o hace que empresas menos capacitadas o eficientes salgan del mercado, o, las obligan a mejorar, innovar y realizar ciertos cambios. Esto los vemos, por ejemplo, en la industria alimenticia, en la industria textil y prácticamente en cualquier sector en que, cada empresa trata de superarse a si misma para ser mejor que la otra y mantiene en un constante estado de cambios o se margina hasta su desaparición. Por ello, cuesta trabajo pensar que de no existir el monopolio legal concedido por las patentes de invención no habría incentivo alguno para que las empresas (especialmente las farmacéuticas) desarrollen nuevas inversiones impulsadas por un libre mercado sano, más resulta evidente que la mera existencia de las patentes de invención, por ser verdaderas barreras técnicas de comercio, impiden la existencia de una real libre competencia. En el caso de los países en desarrollo como casi todos los de América Latina, y más aún, en mercados pequeños como el de la República Dominicana (pequeños en relación con mercados de países industrializados, como el mercado estadounidense), es difícil creer que la no existencia de un régimen de patentes de invención en ellos pueda disuadir a los inventores a invertir en investigación y desarrollo, toda vez que los primeros destinatarios de los inventos se encuentran en su propios mercados, que son los de los países desarrollados.
Para la gran mayoría de los juristas, con el otorgamiento del monopolio que concede la patente de invención se busca premiar el esfuerzo y la investigación realizada por el inventor y, por ende, estimularlo a proseguir innovando en beneficio de la sociedad. Esto lo entiende así Daniel Zuccherino, para quien “la patente tiene por fin proteger los descubrimientos o invenciones nuevas con el objeto de fomentar la actividad creativa aplicable a los procesos industriales”. Es decir, se trata de un incentivo para que el inventor sienta deseos de seguir investigando y pueda generar nuevas creaciones que resuelvan problemas.
No obstante, aunque es muy lógico entender que uno de los fines de las patentes de invención es constituir este estímulo, no debe considerarse que sea el único ni el más importante. Según Santiago González Luna, “las patentes tienen por finalidad crear el estímulo económico necesario para revelar al mundo las novedades creadas por el inventor y para invertir en investigación y desarrollo de nuevos productos”. De esto se desprende que, como dichas novedades han de ser “reveladas al mundo”, también deben cumplir el fin social de representar bienestar a la colectividad y no sólo para un pequeño grupo, pues de lo contrario, se desnaturalizaría el principio democrático de legislar para el conjunto y no para una fracción de la sociedad, incluso cuando dicha fracción pueda representar a la mayoría.
Se entiende que la concesión de patentes de invención busca evitar que una o varias personas no reciban los beneficios de su conducta o paguen costos por decisiones ajenas a las suyas. Esto es a lo que los economistas llaman “externalidad”. Según el economista Gregory Mankiw, una externalidad “es la influencia de las acciones de una persona en el bienestar de la otra. La contaminación es el ejemplo clásico. Si una fábrica de productos químicos no soporta todo el coste del humo que emite, probablemente emitirá demasiado. En este caso, el gobierno puede mejorar el bienestar económico legislando sobre el medio ambiente”. Es decir, una externalidad implica que terceros distintos al ejecutante se beneficien o perjudiquen de una acción. Se trata de lo que Roger Arnold define como “efectos secundarios porque los costos o beneficios son externos a quien o quienes los causaron”. Además, implica que quien ejecute la acción haya pasado por inadvertido esos efectos secundarios que puede causar.
En el caso que interesa a este trabajo, la patente pretende que el inventor que ha decidido serlo no sea privado de beneficios exclusivos por su trabajo, excluyendo a terceros de dicha posibilidad.
No obstante, una externalidad en economía no siempre es entendida como un mal fenómeno. De hecho, existen numerosas externalidades positivas por los importantes beneficios que pueden causar a terceros. Por ejemplo, encontramos un caso citado precisamente por un informa que el Consejo Económico de Asesores del Presidente de los Estados Unidos señaló en el año 1992 cuando expuso que “una externalidad podría beneficiar en lugar de perjudicar a terceros. La información es el ejemplo más importante. Organizaciones privadas podrían obtener información sobre las características de ciertos productos". En el caso de las patentes de invención, información es una de sus más importantes componentes, y, en algunos casos, la protección de cierta información puede causar terribles beneficios a terceros por restringirles el acceso a determinados bienes esenciales que son consecuencia de dicha información como, por ejemplo, los productos farmacéuticos, que constituyen la mayoría de las invenciones patentadas en el mundo.
De no existir las patentes, los inventos podrían ser copiados por cualquier interesado con cierta destreza una vez los mismos sean divulgados, privando al inventor de utilidades y privilegios por encima de los demás y obligándole a entrar al libre juego de la competencia sin ventajas adicionales al hecho de haber sido el creador originario. Por ello, las patentes se basan en objetivos económicos: la fuerte y muy arraigada creencia de que sin éstas no habría (o habría menos) investigacion y desarrollo en el mundo y, por tanto, menos productos nuevos en beneficio de la colectividad, siendo para la opinión pública los más relevantes de estos productos los medicamentos innovadores, ya que están vinculados con uno de los más importantes derechos fundamentales: el derecho a la salud. Sin embargo, resulta curioso notar por la prensa que la mayor parte de las investigaciones realizadas por empresas farmacéuticas en países industrializados son financiadas por el Gobierno o, en muchos casos, la investigación es comprada a muy bajo costo a universidades privadas cuyos estudiantes en ocasiones producen ideas innovadoras como consecuencia de su investigación, lo que inmediatamente pone en tela de juicio el argumento de justificar las inversiones de las empresas que tanto se utiliza para sostener el régimen de patentes tal como ha sido concebido.
Hay autores en República Dominicana que afirman que las patentes, más que un premio, constituyen un importante y muy beneficiosos privilegio, al decir que “la actividad inventiva fue premiada con un derecho exclusivo limitado de explotación pecuniaria, a favor de los inventores”.
A pesar de lo anterior, aunque estas ideas son casi dogmas en el pensamiento de los ciudadanos comunes de occidente, muchos expertos y estudiosos de la materia difieren. Es el caso, por ejemplo, del economista Von Hayek, quien estableció que “en el campo de las patentes en particular debemos seriamente examinar si el otorgamiento de un privilegio monopólico es realmente la forma más apropiada y efectiva para recompensar la clase de riesgo que la investigación científica involucra”.
El régimen de patentes no tiene prácticamente efecto alguno sobre la investigación y creación técnica de un gran número de países subdesarrollados. En países como el nuestro, el sistema de patentes es un mero mecanismo para la concesión de ciertos monopolios legales a favor de inventores extranjeros. Ante esto, se ha intentado justificar la existencia del sistema sobre la base de ser el medio más idóneo para la transferencia de tecnología.
No obstante, resulta extraño que el mecanismo adecuado para transferir la tecnología extranjera a otro país sea prohibir a todos sus habitantes el utilizarla. Sobre el tema de la transferencia de tecnología y las maneras más adecuadas de realizarla se elaborará en el último capítulo.
Toda ley de carácter sustantivo que tienda al ordenamiento de relaciones jurídicas complejas debe tutelar, principalmente, el bien común o interés público, entendido como los beneficios que obtendrá la sociedad en la cual dichas leyes surtirán efectos. Es por esto que algunas doctrinas cuestionan la existencia de un sistema normativo de patentes de invención.
Por ello, tantas personas dudan que la investigación y el desarrollo no se produjeran si no fuese por el derecho de patentes. De ahí que Merrill Goozner señala que “para la mayoría de las industrias, la investigación y el desarrollo son actividades absolutamente necesarias para mantenerse a la vanguardia de la competencia, de la misma manera que deben reducir los costos de producción para mantener los márgenes de utilidades. Si no trabajan en innovación, corren el riesgo de tornarse obsoletas y desaparecer”.
Además, muchas investigaciones, especialmente en la principal potencia investigadora que constituye los Estados Unidos, son financiadas por el gobierno y por universidades, particularmente las facultades de medicinas, por lo que muchos investigadores, de acuerdo a Goozner, deciden “ensayar a enriquecerse utilizando las patentes obtenidas gracias a sus inventos financiados”.
Si partimos de que “toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten”, se justificaría el ataque a un sistema en el que las invenciones protegidas no benefician a la mayoría de la población por los altos precios que resultan como consecuencia principal del monopolio.
Ser titular de patentes de invención implica una ventaja importante en relación con el resto de la sociedad que no se encuentre en esa posición. Implica una relación de dominio, en este caso económico, que Enrique Sánchez Bringas define como una forma de poder en que “el sujeto activo hace valer su mayor fuerza económica para dominar a otras personas”.
Lo anterior no significa, empero, que las patentes no sean necesarias. Pero, en ciertas áreas vinculadas principalmente con la industria farmacéutica, la genética o la industria electrónica, tienden a paralizar la invención en lugar de fomentarla.
Por ello, en momentos en que a nivel internacional se está dedicando mucho tiempo y esfuerzo para reflexionar seriamente sobre el régimen jurídico de las patentes dependiendo de las distintas perspectivas vinculadas con el nivel de desarrollo de los países, no debe limitarse un estudio sobre el tema a repetir la posición cómoda y simplista de que “las patentes son buenas y deben ser defendidas por que estimulan la investigación”.
La libre competencia casi siempre tiene dos grandes resultados: o hace que empresas menos capacitadas o eficientes salgan del mercado, o, las obligan a mejorar, innovar y realizar ciertos cambios. Esto los vemos, por ejemplo, en la industria alimenticia, en la industria textil y prácticamente en cualquier sector en que, cada empresa trata de superarse a si misma para ser mejor que la otra y mantiene en un constante estado de cambios o se margina hasta su desaparición. Por ello, cuesta trabajo pensar que de no existir el monopolio legal concedido por las patentes de invención no habría incentivo alguno para que las empresas (especialmente las farmacéuticas) desarrollen nuevas inversiones impulsadas por un libre mercado sano, más resulta evidente que la mera existencia de las patentes de invención, por ser verdaderas barreras técnicas de comercio, impiden la existencia de una real libre competencia. En el caso de los países en desarrollo como casi todos los de América Latina, y más aún, en mercados pequeños como el de la República Dominicana (pequeños en relación con mercados de países industrializados, como el mercado estadounidense), es difícil creer que la no existencia de un régimen de patentes de invención en ellos pueda disuadir a los inventores a invertir en investigación y desarrollo, toda vez que los primeros destinatarios de los inventos se encuentran en su propios mercados, que son los de los países desarrollados.